Presentamos la segunda parte del cuarto capítulo de esta biografía de Cesare Pavese escrita por Franco Vaccaneo y traducida al castellano por Julio Cano y Rosario Gómez Valls, con la invalorable ayuda de Antonio Pinto en la resolución de puntuales dudas respecto del texto en italiano.
CESARE PAVESE
VIDA COLINAS LIBROS
UN LIBRO DE FRANCO VACCANEO
Traducción al castellano de
Rosario Gómez Valls y Julio Cano
CESARE PAVESE VITA COLLINE LIBRI SE PUBLICÓ EN JUNIO DEL 2020, POR LA EDITORIAL PRIULI & VERLUCCA DE TORINO, ITALIA. A LOS EDITORES, AL AUTOR Y A LOS TRADUCTORES AL CASTELLANO VA DIRIGIDO EL MAYOR DE NUESTROS AGRADECIMIENTOS: EL GENEROSO COMPROMISO DE TODOS ELLOS HIZO POSIBLE LA PUBLICACIÓN DE ESTE LIBRO.
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Del paese a la ciudad
(Segunda parte)
En los años precedentes a la guerra llega a Torino Giaime Pintor, quien, junto a Leone Ginsburg, forma parte del primer núcleo de la editorial Einaudi, un equipo de muy jóvenes emprendedores. Pintor se transformó en un gran amigo de Pavese.
Esto escribió en su diario (Dopo diario 1936-1943):
Pavese. En definitiva, el mejor hombre que tiene Torino. Su simple generosidad, su humorismo sobrio de piamontés. La misma dignidad y orgullo con que lleva sus viejas ropas, las medias de pobre, los extraños tics de un hombre solo. Es un continuo dudar entre su ingenuidad natural y la comprensión por los otros que deriva de ella.
Sin embargo, Pintor y Ginsburg no sobrevivieron a la guerra (el primero, caído a los 24 años, saltando sobre una mina mientras trataba de unirse a un grupo de partisanos; el segundo, torturado y muerto por los alemanes en Regina Coeli, la cárcel de Roma). Terminada la guerra, Pavese se encontró solo, debiendo dirigir el timón de la casa editorial hasta su muerte. En los años posteriores a la guerra los dos personajes más importantes de la editorial italiana son Pavese y Vittorini. Ambos miraban hacia América, aunque desde perspectivas diversas, como diversas eran sus concepciones sobre el compromiso político, el trabajo editorial y los modelos literarios.
Caracterialmente se hallaban en las antípodas. También el rol público de Vittorini, ligado a los grandes debates ideológicos y políticos de la época, oscurecía al escritor piamontés, que prefería trabajar intensamente aunque sin aparecer, negándose a participar en los debates públicos. Pavese sabía, a la distancia, que estaba destinado a volverse más importante, a ser más leído y amado, a pesar de ese repliegue suyo, típicamente piamontés. El tiempo le ha dado la razón. Como dice Franco Ferrarotti:
Ha dado una cita a la historia, cultural, literaria, una cita que, puntualmente, se ha acelerado. Pavese se mató, pero vio muy bien lo que sucedería después de su muerte.
En el ambiente de trabajo de la Einaudi de los tiempos de Pavese circula una rica anécdota y muchos han escrito sobre ella, por ejemplo Lalla Romano:
Una vez, en la gran pieza de la Einaudi, donde todos trabajaban, alguien estornudó. Había que expresar entonces el mayor deseo. Natalia, también ella bromista, muy simplemente dijo: “Medias de nylon”. (Era la inmediata posguerra, por lo cual el problema de las medias era muy importante). Pavese dijo: “La gloria”, ese era su deseo. Era una broma, pero también era algo muy verdadero, muy profundo.
Sin embargo, cuando vino Hemingway a Italia, la Einaudi quería enviar a Pavese a entrevistarlo, pero él no quiso ir. Fueron Calvino y Natalia Ginzburg. Cuenta siempre la Romano:
Él lo contaba muy divertido; decía: “¡Hemos ido a la boca del lobo!” Y agregaba: “Yo no voy. Si Hemingway quiere conocerme, que venga aquí”.
Como la Einaudi no siempre pagaba con regularidad a sus dependientes, Pavese se hizo su portavoz, amenazando con una huelga. Fue a lo del encargado principal y le dijo: “Si no nos paga, nos vamos a la montaña”. Giulio Einaudi, tranquilo, respondió: “Bueno, ¡yo también voy!” En la pausa del mediodía, Pavese se iba a andar en barca por el Po. Cuando volvía, colgaba sus pantaloncitos en la ventana de su oficina, que daba sobre la calle Re Umberto. Esta era la vida cotidiana en la Einaudi, en la que se destacaba otro aspecto del personaje Pavese, muy distinto de cómo se le representa en sus libros, cuyos protagonistas son mutilados, como dice, aún, Lalla Romano,
de sus dos aspectos: la alegría, su humorismo, toda su vena vital; el otro aspecto, conectado tal vez con el anterior, su gran humanidad.
Ha sido una joven colaboradora de Pavese en la Einaudi, María Livia Serini, quien nos revela, en un muy sabroso retrato, los hábitos de vida del escritor. El artículo, aparecido en La Nuova Stampa de Torino, el 20 de junio de 1950, el día siguiente del Premio Strega, con el título Pavese y la mundanidad, nos restituye la frescura de los días del escritor, más allá de los muchos estereotipos que, después de la muerte, se han infiltrado en su vida:
De Cesare Pavese, escritor y literato, se ha hablado mucho en los últimos diez años, pero en Roma muy pocos lo conocían en persona. En los ambientes literarios lo habían descrito desdeñosamente, como un hombre brusco y esquivo, parsimonioso y mal vestido, un piamontés enraizado en sus orígenes campesinos y con un ritmo tranquilo de vida que, a los ojos de la gente, podía parecer monótono. Los amigos, que desde afuera llegan a Torino, deben ir a buscarlo: lo encuentran –verano e invierno– sentado detrás del escritorio, bien refugiado en una habitación de la editorial donde trabaja, una serie de pipas dignamente decrépitas alineadas delante, los libros de etnología bien ordenados sobre la mesa, un atado de escritos por corregir entre las manos y los lentes que hacen equilibrio sobre la nariz. Si no está allí, se le puede encontrar en el café que está justo abajo, en la esquina, o, de noche, en una cantina toscana, divirtiéndose según las estaciones, un plato de lechuga o de achicoria roja. Día tras día, durante meses que se han hecho años, Pavese ha seguido con escrupulosa meticulosidad hábitos que, por timidez, por testaruda laboriosidad, se impuso siendo aún muy joven. En quince años ha cambiado sólo los gustos literarios, y de la novela americana ha pasado al estudio de la etnología. Sus placeres son los mismos de entonces, cuando con Giulio Einaudi y Leone Ginzburg comenzó a trabajar en la editorial: seis fumadas de pipa al día, un vaso de Barolo de tanto en tanto, una breve estadía en Roma cada año y una visita al paese. En Santo Stefano Belbo, un montoncito de casas sobre la langhe, reencuentra intacto el gusto de la infancia, cuando la madre lo castigaba porque perdía el tiempo con los libros y se escapaba al campo, donde cada matorral y cada árbol despertaban en el niño atento y cerrado el placer de un mito. El mismo placer lo encuentra hoy cuando, en los días soleados, se permite hacer largas excursiones por las colinas (…). Preocupados están ahora sus fieles, que temen ver desvanecerse aquella imagen que se habían hecho de él, firme y sin sorpresas: un Pavese eterno, según los premios literarios, un Pavese que odia los viajes y los albergues, encerrado en el previsible mundo de sus personajes rústicos y en su oficio de librero, con las ropas deshilachadas, llenas de gruesos parches que le dan un aire de adolescente crecido demasiado rápido. En cualquier mes está como escapándose de la mano, ha comenzado a asombrar a sus lectores con un nuevo cuento, Entre mujeres solas, en el cual los protagonistas no son más obreros y jóvenes costureras en un marco de colinas torinesas, sino muchachas refinadas que se mueven entre salones y alcobas. Después, aceptó ir un mes de gira por Italia haciendo propaganda por el libro popular; y ahora ha colmado la medida haciéndose dar el más mundano de los premios literarios y llegando a aceptarlo con una exótica mujer del brazo. “Bah –responde despreocupadamente–, la vida comienza a los cuarenta años”.
En 1948 llega a la editorial otro joven de Sanremo que Pavese toma bajo su tutela: Italo Calvino. Intuye de inmediato su gran inteligencia, su agilidad y su ligereza en la escritura. Reseñando su primera novela, El sendero de los nidos de araña, lo define como “la ardilla de la lapicera”. Pavese tenía gran fe en los jóvenes de talento y les proponía su ejemplo de vida y de trabajo. Los jóvenes le retribuían viendo en él el ejemplo de un hombre que no cedía a los compromisos y por lo cual el interés individual se encontraba siempre incluido en un esquema general, como testimonia otro joven formado en su escuela, Franco Ferrarotti:
Esto he aprendido de Pavese: se trabajaba por algo ante lo cual nuestro interés personal no contaba para nada. Era extraordinario. Y lo he aprendido de él.
Después de la muerte de Pavese, Calvino recogió el testimonio y lo continuó en el trabajo de la casa editora, sin olvidar nunca la lección de su maestro:
Es verdad que no bastan sus libros para dar una imagen completa suya: porque de él era fundamental el ejemplo de trabajo, el ver cómo la cultura del literato y la sensibilidad del poeta se transformaban en trabajo productivo, en valores puestos a disposición del prójimo, en organizaciones y comercio de ideas, en práctica y escuelas de toda la técnica en que consiste una civilización cultural moderna.
Introvertido y solitario, refractario a las relaciones y a la vida social, era naturalmente desconfiado de cada forma de compromiso, hasta el punto de rechazar las recurrentes invitaciones a participar en iniciativas públicas e institucionales, como lo testimonia la carta a uno de los promotores de la Unión Cultural de Torino, en respuesta a la invitación para participar en la misma:
Querido Zanetti, te agradezco por haber pensado en mí, pero sucede que no creo en la cultura, no creo en las conferencias, no creo en nada de todo esto. Tengo otra idea sobre el modo de educar a la gente. Te ruego también que borres mi nombre de no sé qué comité directivo o fundación donde ha aparecido. Discúlpame. Debía haberlo hecho antes. Buena suerte. Pavese.
Con los jóvenes, en cambio, se abría, dialogaba, los ayudaba y les daba coraje en todo sentido. Lejano, como era, a las camarillas y a los juegos de poder, indiferente a todo aquello que lo distrajera del estudio, de la escritura, del trabajo editorial, veía en ellos la expresión genuina del amor por la cultura aun no arruinada por los venenos y los compromisos de la vida adulta. Aunque en su modo de vida tenía a menudo la tendencia a envejecer precozmente, permaneció siempre entre los más jóvenes. Tuvo muchos alumnos privados cuando no pudo enseñar más en las escuelas públicas a causa de su confinamiento. Sus testimonios concuerdan en mostrar su excepcional capacidad didáctica (en esto su “profe”, Augusto Monti, había sido muy perspicaz). Los jóvenes veían en él a un hombre dedicado totalmente a la literatura, que sabía transmitir la pasión por los grandes autores del pasado y del presente, tornándolos vivos y actuales. De uno de estos, Paolo Cinanni, probablemente aquel que le fue más cercano, como habíamos dicho, veamos ahora su testimonio:
No sé si lograré plenamente mostrar la relación que se fue dando poco a poco entre nosotros. Para mí, su enseñanza representó un gran giro, una guía segura que me permitía llegar a la fuente genuina de la cultura, dándome un sentido de seguridad también en otros aspectos de mi existencia cotidiana (…). Conmigo él no seguía el programa oficial y, de cada autor, elegía los detalles más vivos y actuales: así, me ha hecho conocer y apreciar las obras más bellas de la literatura griega, latina e italiana sin los tabúes que impedían entonces la misma lectura de tantas obras en la escuela.
Otro aspecto que acercaba a Pavese a los jóvenes era su absoluto desinterés personal y su generosidad. Esto lo confirma Cinanni:
Pero ya después de los primeros meses no había querido más la compensación acordada, y también encontró un modo original para decírmelo. Él había obtenido trabajo estable en la casa editorial y no tenía la necesidad de antes: un sábado a la siesta en el que yo había concurrido a su casa para llevarle mi pago de 50 liras, puso el dinero en el portafolio y me propuso hacer una caminata juntos. Fuimos hacia el centro recorriendo la calle Re Umberto y Plaza Solferino: cuando nos encontramos bajo los pórticos de Pietro Micca, me hizo señas de seguirlo y entramos juntos en la librería Petrini. Pidió dos volúmenes de Novelas para un año, de Pirandello, pagó 80 liras y me entregó el paquete: “De ahora en adelante –me dijo– a fin de mes vendrás aquí y te comprarás, por 50 liras, libros: te servirán para prepararte mejor”.
También con las jóvenes, más allá de cualquier inevitable complicación sentimental, muy exagerada por los biógrafos, la relación era siempre dialéctica, útil, de incitación a cumplir elecciones nuevas, originales. Lo atestigua Bianca Garufi, secretaria en la sede romana de la Einaudi, coautora de la novela Fuego grande, cuando recuerda a Pavese que le decía: “Muchacha, ¡muévete y trabaja!”. Fernanda Pivano, su alumna, recuerda las espléndidas lecciones recibidas en bicicleta, pedaleando a lo largo de las calles, cuando hacía buen tiempo, o en su casa, cuando llovía:
“En verano nos sentábamos en un banco de plaza de la calle Moncalieri y me leía, me explicaba una poesía de Lavorare stanca, una de Ossi di sepia, o una de Quasimodo. (…) Hubiese pasado horas escuchándolo explicar los subrayados suyos en rojo, negro o azul a las palabras de Faulkner, del libro que estaba traduciendo, o me leía las cartas de Vittorini, enfurecido, porque la censura le imponía escribir “ancas” en lugar de “senos” en la traducción de un Caldwell que estaba haciendo.
Fue Pavese el que la incentivó a dedicarse a la carrera de americanista y fue él quien le hizo publicar en la Einaudi la Antología de Spoon River, de Lee Masters. La dedicatoria de la Pivano es explícita: “Querido Pavese –estoy tan contenta– y sé bien que se lo debo a usted”. En 1941 Fernanda Pivano festejará en el Fiorio su propia graduación:
Pavese estaba presente y habíamos ido a festejar el acontecimiento, como hacíamos todos los estudiantes torineses de entonces, en el Café Fiorio, frente a la Universidad, en la calle Po, con todos sus divanes de terciopelo rojo y aquel aire envejecido recurrente en los cafés de Torino. Pero pocos sabían que en aquel café había estado Herman Melville bebiendo chocolate. Con la tacita de chocolate en la mano, me había parecido identificar a Pavese con Melville: y él se había reído como no lo vería reírse nunca más.
La Pivano recuerda siempre que recogía para él paquetes de cigarrillos Giubek o Xantia, aquellos del período fascista, en cajas de cartón azul. Pero, con ella, a escondidas, Pavese no fumaba nunca la pipa porque decía que a las mujeres les molestaba. Como es notorio y como lo evidencian las fotografías, Pavese era un empedernido fumador, aunque sufriera de asma. En el último período de su vida siguió diligentemente a una joven profesora, Rosa Calzecchi Onesti, en la traducción de La Iliada, que hizo publicar en la Einaudi. Pero la mujer fatal de la cual quedó deslumbrado la conoció en casa de la amiga directora Alda Grimaldi. Se llamaba Constance Dowlin, llegaba de América junto a su hermana Doris, dos actrices venidas a Italia, cuna del neorrealismo cinematográfico, para superar un suceso turbio y una carrera nunca iniciada. Sobre esta historia de amor fatal y fallido se ha escrito también demasiado. Pero ha sido Lorenzo Ventavoli quien comprendió mejor, en base a estudios cinematográficos y a la lectura de la biografía del director Elia Kazan aparecida en Francia (de quien Constance había sido amante en sus comienzos, en América), el sentido de esta relación desequilibrada; el encuentro entre “una mujer pobre, dura, capaz, desesperada, que lucha por la propia vida”, así la veía Pavese, y un hombre de una gran catadura moral, pero también indefenso ante las trampas sentimentales que, sin embargo, logró transformar un amor loco en un sentimiento de solidaridad humana por una mujer, ya no ingenua pero que se abre camino todos los días a los codazos, en un mundo despiadado como es el del cine. Cuando, en abril de 1950, Connie abandona Italia y retorna a América, según Ventavoli
deja en Pavese la sensación de una mujer combatida, deshecha, insatisfecha, una mujer que busca y no logra encontrar un camino propio y que, cuando al fin lo encuentra, lo abandona. Una figura compleja, entonces, no ciertamente la de una discreta y pequeña star americana.
El premio Strega por la novela El bello verano, que le es asignado después de la conclusión de esta desafortunada relación, y que le otorga la consagración pública, es un inútil paliativo para una crisis existencial sin solución. A la ceremonia de entrega del premio se hace acompañar por Doris Dowling, hermana de Constance. Es nuevamente María Livia Scrini, en el ya citado artículo, quien describe aquella noche de gala:
Cuando, hace algunas noches en Roma, le fue otorgado el premio Strega, mientras Maria Bellonci –obstinada y celosa propagandista suya– lo buscaba por todas partes para presentarlo al público y ya Repaci había anunciado su victoria, Pavese, encerrado en una habitación de hotel, trabajaba duramente en una traducción. Lo fueron a buscar en un auto y llegó distraído, justo a último momento, haciéndose acompañar por la actriz americana Doris Dowling. A ella se confió en el breve período en que transcurrió la fiesta, buscándola continuamente con los ojos, mientras la hermosa mujer, maternal y satisfecha, disfrutaba de las oscilaciones del preocupado pupilo. Pese a los temores de los que mejor lo conocían, Pavese se comportó estupendamente en esa ocasión. Su ingreso en el jardín donde se desarrollaría la premiación fue precedido del de la actriz ataviada con un fulgurante vestido oro y negro, los cabellos sujetos en una elaborada simplicidad y el caminar majestuoso de una dama. Alguien recordó la dedicatoria en inglés aparecida en el último libro del escritor, pero los comentarios se centraron rápidamente en la constatación de que las iniciales no coincidían. A pedido del presidente, Pavese subió por un momento sobre una silla al lado del jurado y pronunció unas pocas palabras por radio: “Si con esto consuelo a los perdedores, los libros más importantes de una generación no obtienen premios literarios”; se dejó fotografiar sin protestas y ostentó una gabardina verde.
Apagadas las luces de un efímero suceso mundano, cuando no servía más, no queda sino el fracaso final largamente perseguido, del cual habla Dominique Fernandez en una de las primeras biografías de Pavese. Pavese se quitó la vida en Torino, en la noche entre el 26 y el 27 de agosto de 1950, por envenenamiento con barbitúricos. La hija del dueño del Hotel Roma de la Plaza Carlo Felice, enfrente al Hotel Ligure donde el escritor había imaginado el suicidio de Rosetta en Entre mujeres solas bajo la misma modalidad de suicidio, cuenta:
Aquello que siempre me ha relatado mi padre y que la camarera, de mañana, le ha dicho “ayer no he podido entrar en aquella habitación, la 49. He golpeado, pero no me ha respondido nadie. Esta mañana, de nuevo, no logro entrar”. Entonces mi padre, acompañado por un portero y con una ganzúa, ha subido al tercer piso y ha logrado abrir la puerta y ha visto extendido sobre el lecho, de espaldas, a Pavese. Se había sacado las medias, estaba en pantalones y mangas de camisa. La cabeza sobre un almohadón y sobre la mesita de noche este tubito vacío. Mi padre comprendió enseguida que se había quitado la vida. El portero nos ha contado que, dado que él era calvo, la expresión que le ha venido en mente era “Fulaton, con cula bela testa ´d cavei”1.
Pocos días antes, en su diario, Pavese había anotado: “No más palabras –un gesto– no escribiré más”. Sobre la primera página de su ejemplar de Diálogos con Leucò escribió:
Perdono a todos, y a todos pido perdón. ¿Entendido? No hagan demasiadas tonterías.
En la página fúnebre, distribuida por los familiares, bajo una fotografía suya con el infaltable cigarrillo, fue puesta una frase de su libro más querido, Diálogos con Leucò:
El hombre mortal no tiene más que esto de inmortal. El recuerdo que lleva y el recuerdo que deja.
Ha escrito Fernanda Pivano:
No me temblaron únicamente a mí las manos el día horrible que fui a verlo en su ataúd, con ropas grises y los cabellos bien peinados, en la sede de Einaudi. Éramos muchos los que estábamos desesperados, todos con el sentimiento de culpa por no haber hecho nada, propiamente nada, para evitar la locura de aquel suicidio.
Y Giuseppe Trevisani:
La noche del funeral nos quedamos levantados hasta tarde, sin hablar de él y sin tener el coraje de acostarnos. En el cortejo nos habíamos quedado atrás desde el momento en el cual el féretro salió del portón de la casa editorial. Había mucha gente. Él se había matado porque se sentía solo. Fue aquel día que Pavese salió de lo cotidiano, ahora pertenecía a todos, como hombre, como escritor, como mito. Comenzaba su leyenda, grotescamente diferente de su realidad. Los liceales estaban para aprender su nombre, las personas mediocres de la cultura se preparaban para suspirar: “¡Oh, Pavese!”.
Ha escrito Elias Canetti en El libro contra la muerte:
Su muerte es predispuesta, pero nunca existe un abuso, nunca una moción de los sentimientos frente a la muerte. Es como si fuera algo natural. Pero ninguna muerte es natural. Para él, su muerte es un hecho privado. Se tiene noticia de ella pero no se torna un modelo. Nadie querría matarse porque él lo ha hecho. Sin embargo, cuando la noche pasada implorando a la más grande postración, quería morir, he tomado sus diarios, “el murió por mí”. Es difícil creerlo: hoy, a través de su muerte, yo renací. Si pudiera reconstruir el curso de este misterioso proceso lo haría; pero no quiero hacerlo. No quiero tocar nada. Quiero tenerlo secreto.
El 7 de setiembre de 2002 los despojos mortales de Cesare Pavese, que habían permanecido por 52 años en el cementerio de Torino, han retornado a Santo Stefano Belbo. Dos niños de la región, simbólico puente hacia el futuro, han llegado al arribo del cajón y amorosamente lo han depositado en su tierra. La tierra natal que “espera y no dice palabra”. Dijo en aquella ocasión Roberto Cerati:
Cesare, ahora aquí, en tu pueblo. Reposa. Nosotros, como tantos otros, vendremos a encontrarte para tratar de comprenderte mejor.
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1NdT: Se trata de un dicho popular en dialecto piamontés. La frase equivale a decir: “iSemejante joven con tan linda cabellera!”
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