Fidel Sclavo, el descubrimiento de lo inesperado
Por Lucía Sbardella
Hace un tiempo sigo los trazos, digo, los pasos, del artista uruguayo, afincado hace más de quince años en territorio argentino, Fidel Sclavo.
Podría decirse que soy una espectadora digital de su obra. Nunca estuve ante una pintura suya, pero sí escuché y vi cada reportaje disponible en YouTube, y leí cualquiera de sus notas en Internet.
Cómo llegué a Sclavo es una linda historia. Sobre todo porque ilustra mi propensión a la dispersión. En este punto, no quisiera aburrir a mi lector con autorreferencialidades, pero sí decirle que sostengo, y reivindico con fervor, el vagabundeo, el desvío, porque la mayoría de las veces me condujo a lugares felizmente inesperados (una película, una canción, un libro). “La vida me hizo resbalar siempre”, escribe Marguerite Yourcenar.
Entonces, ¿cómo llegué a las pinturas de Sclavo? No recuerdo el lugar ni el momento exacto, pero sé que a través de María Negroni. Ambos tienen un libro juntos. Se titula En las afueras del mundo. Pero lo importante de esto, no es la contribución que hayan hecho, sino el llamado que Negroni causó en mí, y provocó mi encuentro con las imágenes de Sclavo. El hecho es que Negroni dijo, alguna vez, por ahí, algo así como que Sclavo es un niño en su adultez. Un niño que se divierte, pintando. Un niño que pinta mientras juega. Y para mí, infancia y pintura son dos aliados entrañables.
La pulcritud de los monocromos de Sclavo pareciera cubrir una complicidad de trazos erráticos y dudas del pintor.
Como heredero de la silenciosidad y los vacíos de Edward Hopper, y los mundos lúdicos y miniaturizados de Liliana Porter, el pintor uruguayo ralentiza la mirada del espectador hacia el detalle, la minucia. La palabra espectador viene de spectator, espectatoris. La acción spectare −esto es: contemplar o aguardar− comparte una vecindad semántica con otra palabra: expectante. Sólo especta el que mira con detenimiento; el que espera por algo venidero.
Sclavo hizo una muestra que se llamó Festina lente y quiere decir «Apresúrate despacio».
Lo suyo es una apuesta por la quietud.
Sclavo recuerda, con tono nostálgico, los momentos de aburrimiento en la infancia como la posibilidad de un hallazgo fortuito. En una entrevista, trae una imagen de su niñez. La imagen lo muestra levantando la vista y notando los cableados de luz sobre el cielo, imaginando que los cables dibujan líneas, formas inconclusas. Imagino la visual del niño Fidel: una serie de líneas negras superpuestas, atiborradas, desordenadas sobre el fondo celeste del paisaje.
Negroni acierta. La imaginería infantil de Sclavo, al menos, el cableado, está presente en sus pinturas.
Está de más decir que las imágenes de Sclavo me devuelven las mías. Y su actitud ante la pintura, a mi niñez. Diría, incluso, que mi relación con la pintura es una vuelta a la infancia. Tal vez por eso mi fijación con su obra. Después de todo, tendemos a conversar con quienes imaginamos la ilusión de una compresión posible.
La expectación de la obra de Sclavo sugiere una performatividad de la espera. Para ver su pintura, hay que aprender a mirar. Con precisión de orfebre. Mirar hasta agrietarse los ojos.
Nos solicita ver la misma imagen, la misma línea, el mismo punto, dos veces hasta encontrar en el segundo, en el tercer y cuarto visado, una diferencia que justifique la demora. Una diferencia imperceptible bajo el dominio de lo inmediato.
¡Ah! ¡Acá está! La línea recta no era tan recta como la primera vez. La curva resultó más ondulada, y el trazo, descarriado. La pincelada no terminó de ocultar la pintura de fondo.
He aquí nuestra pequeña alegría: el descubrimiento de lo inesperado.
Finalmente, el gran hallazgo del expectante no está en la corrección, sino en el cobijo del error.