Un fantasma en el Carnaval

Fotos: Zoe Maguna

Las tres jornadas de la celebración estacional organizada por la Municipalidad en el predio de la ex Rural estuvieron marcadas por la coyuntura política y económica del país

Por Andrés Maguna

Esta mañana de sábado 17 de febrero de 2024 me levanté con la idea de terminar de escribir esta crónica de Carnaval, pero temprano vino Clarisa, la profesional de la limpieza que una vez por semana me salva la vida, y me señaló que no quedaba Virulana, razón por la cual me dirigí al supermercadito chino de acá a dos cuadras, agarré un paquete y luego de pagarlo en la caja se me ocurrió comentarle a Dani, el chino dueño: “Dani, te lo tengo que decir: dos mil pesos por un paquetito de Virulana me parece una locura”. Entonces Dani, con quien ya tuve unas cuantas amables discusiones, saltó como leche hervida (esas otras veces yo le había contado de los saqueos del 89, y hasta le hice buscar en Youtube “el chino de los saqueos” para que entendiera de qué iba la historia que le traía a colación). En la discusión intervino un empleado de una distribuidora de entre 35 y 40 años (la misma edad de Dani), que también tenía una idea muy vaga de lo que había pasado en el 89, y ambos se referían a mí diciendo “ustedes” como sinónimo de “clientes potenciales saqueadores”. Como pude les expliqué que no había un “ustedes” porque los tres somos el mismo sujeto víctima, y que en todo caso el reclamo va dirigido a los formadores de precios desde el inicio de la cadena de valor: los empresarios, las multinacionales, los grandes productores terratenientes y ganaderos, cuyas nuevas generaciones no tienen memoria de lo que pasó cuando sus padres, hace 35 años, se fueron de mambo con el abuso. Traté de hacerles entender que no intentaba advertirlos sobre lo que puede pasar, ni había ningún tipo de amenaza en ciernes, sino que, como cualquier argentino de 60 años o más, me parecía pertinente exponer las claras enseñanzas (hechos irrefutables) que laten en nuestra memoria social y colectiva.

No me entendieron, no hicieron el esfuerzo de escucharme, así que también dejé de tratar de escucharlos (así se cimentan los malentendidos), y terminamos hablando acaloradamente uno sobre otro, como catas alborotadas, hasta que en un momento me cansé, les di las espaldas y me volví a mi casa prendido fuego, con el paquetito de Virulana de dos lucas para Clarisa, que cobra dos lucas y media por cada hora de su recontravalioso trabajo, y pensando en cambiar el comienzo de mi crónica de Carnaval. Porque tiene mucho que ver: sin ánimo de buscar culpables (personalmente, creo que todavía no pudimos reponernos de la devastación masiva y masacrante practicada por la dictadura entre 1976 y 1983), lo cierto es que estos carnavales 2024 en el país estuvieron marcados por lo que algunos llaman “la muerte de la capacidad de consumo” y que la praxis popular traduce a la fórmula “a la gente no le alcanza para vivir”.  

Esta sentencia de muerte implícita en la voracidad insaciable de la clase rica dominante, los desembozados abusos de poder permeándose en la cotidianidad, opacaron el espíritu festivo natural de los carnavales, tiñeron con halos de tristeza y desazón las miradas, las voluntades y las relaciones de aquellos a quienes más pueden servir estos festejos: los pobres, los sometidos a “disciplinamientos” y “ajustes” por parte de los gobernantes, quienes sin embargo saben resistir, quién sabe por qué gracia divina, la intensas, repetitivas y percutientes inoculaciones de los venenos del odio y el rencor.

Ya sé que me fui un poco del tema “crónica de Carnaval”, pero no tanto, porque eso de “tristeza y desazón” es lo que pude percibir en el primer Carnaval de la era Milei (dure lo que dure), que fue encarado como una prueba difícil por la Municipalidad de Rosario, teniendo en cuenta que repetir el éxito de convocatoria del año pasado con su apuesta más potente –la montada por tres días en la ex Rural– supondría una aspiración máxima. Y eso no ocurrió: la concurrencia fue sensiblemente menor en el acumulado de las tres jornadas (este año, alrededor de 20 mil personas, el año pasado cerca de 35 mil), el consumo de bebidas, comida y espuma en aerosol fue mínimo, y el clima de efervescente alegría fue a duras penas sostenido por la pibada siempre irreverente, desenfadada e inocente; por las murgas y los grupos musicales del escenario Rey Momo, y por las comparsas que animaron con denodado esfuerzo la pista central.

Todo comenzó el sábado 10 de febrero, en coincidencia con el nacimiento del año nuevo lunar (año del dragón de madera, según los chinos) y el fin de una ola de calor y humedad que sin embargo siguió atosigándonos hasta el domingo 11, para dar paso a la tormenta del lunes 12 que cambió el aire y motivó que el cierre de la fiesta se suspendiera y trasladara al día siguiente: ¡martes 13!

Fui los tres días acreditado como “prensa”, es decir sin pagar los dos mil pesos que costaba la entrada (lo recaudado en boletería va para las agrupaciones artísticas participantes), y cada vez tuve que atravesar la línea de ocho policías (cuatro varones, cuatro mujeres) que cacheaban a los ingresantes y revisaban bolsos, carteras y heladeritas para impedir que entraran bebidas alcohólicas, pues adentro se vendían latitas de cerveza Brahma, exclusivamente y desde un solo punto de venta (de una productora asociada con el Estado), mientras que en los carritos de comida rápida se ofrecían tragos con Cinzano o Fernet (entre dos mil y tres mil quinientos pesos) o sangría (dos mil quinientos el medio litro, cuatro mil el litro). En un único puesto, cada aerosol de espumita costaba 2.500. Para comer, la cosa iba de 1.500 el superpancho a 4.500 los lomitos, los sanguches especiales de chorizo o bondiola, o los shawarmas.

En ese panorama de desaliento (porque la crisis desalienta el consumo), daba pena ver al obrero padre de familia, condenado a un trabajo mal pagado (lo que se llama explotación) y a vivir en un barrio periférico donde los cortes de energía son moneda corriente, que había concurrido con su compañera y dos hijos, tal vez motivado por dar apoyo a vecinos o parientes integrantes de una comparsa o murga, que había pagado 4.000 pesos de entradas (lo menores de 12 entraban gratis), 2.500 por una espumita a compartir entre los dos pibes, 6.000 por los cuatro superpanchos (la bebida, agua o jugo, la habían llevado), estirar todo lo que podía, dando breves sorbos, la latita de Brahma a dos lucas que se había permitido como un lujo. Y así no hay ánimo festivo que aguante.

 Apenas pasada la requisa policial, un personaje bautizado Embajador del Carnaval (el artista y locutor Julio Astorga, enmascarado y ataviado con un traje de la Marina reciclado primorosamente, todo de blanco, incluida una capa) animaba a los ingresantes a recorrer el Galpón 2, donde en clima de aire acondicionado se podía ver una hermosa muestra analógica de antiguos atuendos de carnaval, participar en un taller de confección de máscaras, de un puesto de papel picado, un escenario con taller de murga, ver y escuchar videos (había cuatro monitores grandes) sobre los “carnavales del pasado y del presente”, o simplemente descansar en unos confortables sillones blancos.

Luego, encarando por la calle peatonal de los eucaliptos centenarios, había colas en las estaciones de maquillaje, y se ofrecían para selfies un Rey Momo, una colombina y una colla carnavalera. Antes de llegar al escenario principal, a la derecha el parque de comidas orlado por los carritos de fast food, y a la izquierda un espacio con mesas y sillas frente al escenario Rey Momo, en el que actuaban murgas y grupos musicales.

A quien quiera leer una crónica más formal, donde se nombra a las comparsas, murgas y participantes, a los jurados y ganadores de la competencia, así como se describe con mayor optimismo lo ocurrido en el predio, recomiendo leer la nota aparecida en Rosario Noticias titulada “Carnaval Rosario 2024: tres días a pura fiesta y color en el Predio Ferial”. Pues de este modo me ahorro el trabajo de suministrar información más puntual y concreta, concentrando las ahítas fuerzas que me quedan para terminar el intento de dar claridad a lo que sentí y pensé luego de asistir a las jornadas carnavaleras en la Rural.

Las frases del tipo “todo tiempo pasado fue mejor”, “siempre es más verde el pasto del vecino”, “el futuro será lo que hagamos de él”, “no hay mal que por bien no venga”, o “a río revuelto ganancia de pescadores”, se empezaron a resignificar desde del diez de diciembre, conforme se iba desplegando la tónica de gestión de la cultura impartida desde el gobierno nacional, con mayor o menor resistencia por parte de los gobiernos provinciales y municipales. En el caso de Rosario y de la provincia de Santa Fe, que manifiestan “acompañarse” y “apoyarse” después de cuatro años de desencuentro, los funcionarios encargados de gestionar “la cultura” tratan de armonizarse sin perder el paso en un baile que pinta bravo.

“La cultura no se reprime, la cultura no se vende, la cultura se defiende”, repite la locutora del escenario Rey Momo antes de presentar a una murga que al mejor estilo montevideano encara una canción cuyo estribillo reza: “La libertad es un grillete cuando la tienen los ricos”. Y en ese momento miré los rostros de los del público, que sentados en las mesas (excepto los gurises, que nunca paraban de correr de aquí para allá), algunos tomando mate, otros nada, con las manos sobre el regazo, permanecían impávidos, como inmunizados ante cualquier mensaje que se emitiera desde los parlantes. Es decir: no pude darme cuenta de si aprobaban o desaprobaban, si convalidaban o se sentían molestos por las críticas al gobierno libertario. “Debe pasarles lo mismo que a mí –pensé–, vinieron a buscar la alegría del carnaval y terminaron haciéndole el aguante al fantasma de la resistencia”.

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  1. Anónimo dice:

    Genial crónica. Tristísima. Hermosas fotos que acompañan el «clima de época».

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