Por Andrés Maguna
Los fantasmas de las Navidades pasadas son tenaces, persistentes, inequívocos, contundentes. Todos los años, con puntualidad de fantasmas, aparecen para el 24 de diciembre y nos llevan para atrás, a esas Navidades en las que el mundo tenía la edad de nuestra mirada. Este año, esta primera Navidad de la Argentina de Milei, al momento de escribir este texto (las cuatro de la tarde del 24 de diciembre) ya recibí la visita de tres de esos fantasmas: primero se me apareció el fantasma de la Navidad de 2001, luego tuve que vérmelas con el de la Navidad de 1989 y por último, hace un rato nomás, me encontré cara a cara con el fantasma de la Navidad de 1975.
En el 2001 pasé la Nochebuena en total soledad, lejos de los dos hijes que tenía entonces, en un momento de oscuridad opresiva en lo personal, a cuatro días de la huida del Chupete De La Rúa en helicóptero, luego de la represión asesina que había desatado para acallar una movilización masiva ciudadana en la que mucho tenían que ver los cacerolazos, que eran los mismos que los que suenan por estos días. Ese año el lema “que se vayan todos” marcó un antes y un después. Un después que tal vez concluya ahora, pues me parece clara la percepción de que estamos en los albores de una nueva era en lo político y social.
Para la Navidad de 1989, que también pasé en soledad (no tenía hijes y recién me había separado de mi primera esposa, y decidí no llevar mi tristeza a ninguna celebración), aún persistía el desabastecimiento a raíz de los saqueos de aquel invierno, en el que se adelantaron las elecciones y Carlos Saúl Nemen (así lo llamaba Charly, para esquivar la maldición mufa), traicionando sus promesas de campaña, empezó a vender todo el patrimonio del Estado, reforma laboral, y liberal, mediante, para establecer el libre mercado, en una experiencia que todos sabemos cómo terminó. Este fantasma de una Navidad pasada es casi un gemelo siamés del fantasma de la Navidad presente.
Finalmente, el espectro de la Navidad de 1975 me saltó a la garganta con sus amenazantes garras de emociones encontradas, y me vi con once años y medio (soy de abril de 1964) en la casa de mis tíos, con mis siete primos y mis cinco hermanos, entre una treintena de amigos y parientes, tirando petardos a lo loco con la anuencia de todos los adultos, en su inmensa mayoría alcoholizados desde horas tempranas.
De fondo, la TV en blanco y negro, que nunca estaba apagada durante los acotados horarios de transmisión, pasaba en todo los canales (eran tres), con repetitiva insistencia, un videoclip titulado “Navidad en la selva”, que hacía meses percutía en nuestras mentes, a tal punto que todos nos sabíamos de memoria la letra de su tema musical, “Carta a mi pequeña hija”, escrito por un supuesto soldado anónimo del Ejército Argentino destacado en el monte tucumano, en el comienzo de lo que se llamó Operativo Independencia, lanzado a poco de que Isabelita, viuda de Perón y presidenta, firmara el decreto N° 261, del 25 de febrero de ese mismo año, en el que se estipulaba:
“El comando General del Ejército procederá a ejecutar las acciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”.
Al tener la visión de esa Navidad, con la mano del fantasma sobre mi hombro (creo que en actitud compasiva), me vino a la memoria la canción completa, que dice así: “Esta noche tan nuestra, querida,/ hija mía que allá en la ciudad,/ sos la luz de bengala y un beso,/ para abuela, y abuelo y mamá./ Quiero estar yo también a tu lado/ mientras llega Jesús, Navidad,/ y contarte en mis brazos la historia,/ del soldado al que nombras «papá».// Hoy la patria me llama, pequeña,/ para hacerte una tierra mejor,/ sin piratas de rojas banderas,/ y hombres que odian por no tener Dios./ Tengo espada; por vos y por todos,/ voy al monte de mi Tucumán./ Canto y lucho alegrías muy tiernas,/ aunque estalle de rabia el fusil./ Navidad en la selva, pequeña,/ y un fogón compañero, recuerdan,/ las familias lejanas, muy cerca,/ y un aliento de pueblo hasta el fin./ Hoy la patria me llama, pequeña,/ para hacerte una tierra mejor,/ sin piratas de rojas banderas,/ y hombres que odian por no tener Dios./ Tengo espada; por vos y por todos,/ voy al monte de mi Tucumán.// Canto y lucho alegrías muy tiernas,/ aunque estalle de rabia el fusil./ Y contarte en mis brazos la historia,/ del soldado al que nombras «papá».”
Ni hace falta hablar de decretos para luchar contra los “piratas de rojas banderas”, ni de los intentos mediáticos para instalar un discurso unidireccional (en aquella época se hablada de “lavado de cerebros”, y pensar en redes digitales era hacer futurismo), para entender el parentesco entre el fantasma de la Navidad de 1975 y el de este presente, en el que se utilizan a destajo las imágenes de las “fuerzas de seguridad” para dar un mensaje de firmeza y determinación desde las más altas esferas del gobierno.
Mientras se va corporizando el espectro de esta Navidad, en la que muchos estaremos solos, mientras ruge el león delirante que ya marcó el hito del fin de una época, y el comienzo de quién sabe qué tiempo nuevo (ni los aventureros aventuran pronósticos), miro por la ventana y no descubro ni rastros de la tormenta anunciada para esta noche. Pero el clima está pesado, denso, en lo atmosférico y en lo social, y los fantasmas de las Navidades pasadas nos recuerdan que muchas cosas se reiteran, y poder ver las diferencias también nos puede ayudar a enfrentar el porvenir.
¿Es esta, como la de 1975, una Navidad en la selva? ¿En la selva del sálvese quien pueda? Los fantasmas, por el momento, sólo son fantasmas. Tal vez las experiencias transitadas, el diálogo cara a cara con los espectros del pasado, nos permita crear, en esta nueva era que comienza, nuevos significados, nuevas formas que nos permitan desearles, sinceramente, amor y paz a las personas que queremos y nos quieren. Tal vez el viejo Marx tenga razón, y la Historia ocurra dos veces: la primera como una tragedia, y la segunda como farsa. En ese caso, mi deseo para esta Navidad, atendiendo a la intromisión de los fantasmas de las Navidades pasadas, podría ser: que esta selva en la que el autodenominado león parece triunfar no nos sumerja, de nuevo, en la selva del «sálvese quien pueda».