Viaje retrospectivo de un escritor cinéfilo desde los tiempos en que volvimos a vivir en democracia hasta este 2023 que se termina.
Por Fernando G. Varea
De pronto lo reconocí, solo y apoyado en su bastón, buscando algo entre las estanterías del pequeño supermercado. Previsiblemente, la cajera casi adolescente no sabía quién era. Le comenté que se llamaba Horacio Usandizaga y había sido intendente de Rosario, pero el dato no la impresionó demasiado.
Sin desconocer las manchas en la trayectoria de este dirigente político y deportivo, verlo me movilizó por lo que representa para mí: la Rosario del retorno a la democracia. Yo tendría la edad de esa cajera cuando la figura de un político me inspiraba confianza porque significaba lo contrario a los estragos de la dictadura. Éramos muchos, en realidad, los que nos sentíamos protegidos y entusiasmados por esa Argentina nueva, sanadora, en la que el caos económico heredado parecía un problema secundario ante el saludable clima de debate, pedagogía cívica y libertad bien entendida.
Quienes estrenábamos nuestra juventud encontrábamos alrededor gestos de los que aprendíamos. Si una de las primeras medidas adoptadas por el gobernador santafesino José María Vernet (del PJ) era anular –con el acuerdo unánime de todos los diputados y senadores– la Ley de jubilaciones de privilegio que los militares se habían procurado para ellos y sus funcionarios civiles, Usandizaga (de la UCR) llegó a ser reelegido cumpliendo su promesa de no gastar un solo peso en publicidad. Al mismo tiempo, cursando en la UNR, nos enterábamos de que uno de nuestros mejores profesores recibía amenazas por militar en defensa de los derechos humanos y veíamos a otro de ellos asistiendo, junto con sus hijos, a una movilización en respuesta a la primera de las asonadas militares que buscaban debilitar el gobierno del presidente Raúl Alfonsín.
Señales, referentes y paradigmas que asimilábamos, sin dejar de prestar atención a toda expresión cultural que estuviera a nuestro alcance: libros, revistas, discos, exposiciones, obras de teatro. Y muchas películas, que nos seducían desde las carteleras de las salas pero también en videoclubes como Videoteca, que por méritos propios reinaba entre tantos otros (y que todavía sobrevive), y en ciclos que ofrecía la televisión abierta. Leer una nota de opinión en El Periodista de Buenos Aires o asistir a una representación teatral en la sala de Empleados de Comercio estimulaba nuestros pensamientos tanto como ver alguno de los films de Pasolini, Bertolucci o Woody Allen que habían estado prohibidos, o El sacrificio (1986, Andréi Tarkovski), que se exhibía en la sala de la Asociación Médica, donde funcionaba el Cine Club Rosario, al ser desestimada por las salas comerciales (otra forma de censura, ejercida por el mercado).
Expresiones como zurdo o comunista, con las que se estigmatizaba a quien sostuviera posturas progresistas o hablara de justicia social, iban dejando de usarse en pos de un acuerdo tácito por respetar las ideas, así como, por ese y otros motivos, ganaban terreno palabras como gay, feminista o ecologista (entristece advertir que en estos tiempos han vuelto a usarse despectivamente, en redes sociales y desaforados discursos). El contexto –politización, revistas culturales, rock y folklore sonando en las radios– contribuía a evitar el bastardeo de las discusiones, valorándose ciertas zonas de la historia y la cultura argentinas.
Seguíamos votando aunque, como es sabido, la democracia no se agota en ese derecho. Mafalda no podía parar de reírse después de leer Democracia = Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía, y es que esto se cumple ocasionalmente, no sin esfuerzo. Lo evidencia Rosario aunando un Museo de la Memoria y un desdén por conservar bellas edificaciones antiguas mientras se construyen afiebradamente “feos edificios de departamentos” (según los describió la editora de guías de viajes Lonely Planet), enorgulleciéndose por sus logros en salud pública y avergonzándose por los sórdidos acontecimientos que le devuelven el mote de Chicago argentina.
Las mismas contradicciones se revelan en el ámbito audiovisual. La ciudad fue volviéndose pródiga en variados dibujos animados, chispa que probablemente encendió Luis Bras (nacido aquí hace cien años) y mantienen viva una Escuela para Animadores y creadores como Pablo Rodríguez Jáuregui, Esteban Tolj, Diego Rolle, Diego Fiorucci, Estefanía Clotti y otros; sin embargo, esos dibujos no aparecen en carteles, muros y papelería tanto como merecerían (hace poco, salir en busca de un cuaderno o calendario ilustrado por dibujantes locales para hacer un regalo me resultó una aventura, que solo concluyó al dar con Flor Balestra en el Pasaje Pan).
Un sector que cuarenta años atrás yacía semidormido y se modificó provechosamente es la franja ligada al río Paraná. Desde Pellegrini hasta Puerto Norte, pescadores, skaters, músicos y malabaristas conviven pacíficamente junto a muestras como la de fotoperiodismo, que ARGRA organiza anualmente en el CEC, u otras de grabados y artesanías en museos, galpones y el Centro Cultural Parque de España (CCPE), que se mantiene activo aunque los desprendimientos en las barrancas que lo rodean no lo tornan muy acogedor.
El perfil del Cine El Cairo se ajusta bastante a la premisa deseada: salvado del cierre por acción de la comunidad y del Estado provincial (en 2008), exhibe en varias ocasiones material consensuado con diferentes colectivos e instituciones locales, y funciona con el apoyo de un público diverso que, en cierta manera, se ha apropiado de la sala y la disfruta.
Distinto fue el destino de otros espacios: la hermosa Casa de la Cultura Arijón, en la siempre relegada zona sur, tuvo varias vidas hasta encarnar en la confluencia de proyecciones y talleres que es hoy, así como el Lumière pasó por varias etapas tras su cierre y reapertura veinte años atrás. Allí, la proyección durante 2023 de films rosarinos realizados durante la década del 90, presentados por sus directores, fue una buena oportunidad de recobrar vestigios de la memoria (tal vez premonitoriamente, no fue la única muestra centrada en esa década, ya que el CCPE sumó una de título arriesgado: Los preciosos 90). El Arteón también perduró, mutó y ahora teme interrumpir para siempre su trayectoria.
Iniciativas para estimular la producción audiovisual hubo varias en estas cuatro décadas, algunas en buena medida fructíferas como Espacio Santafesino (iniciada en 2008). En este sentido, lo más importante de este año que termina ha sido la lucha de la comunidad audiovisual por darle forma a una ley de cine provincial, proyecto en el que trabajaron especialmente jóvenes, como los que el año pasado impulsaron una charla con especialistas sobre preservación audiovisual en el centro cultural Lavardén, ahora frecuentado por estudiantes y docentes de la EPCTV.
Entre las sombras de 2023 está la extinción del Festival Latinoamericano de Video organizado por el CAR (después de modificar la palabra Video por Cine y de sumar largometrajes a los cortos en competencia), sin que un evento similar lo remplace. Apenas la muestra del Bafici Rosario, que lleva adelante Calanda Producciones, recordó la adrenalina cinéfila que genera un festival, incluyendo la posibilidad de conversar con los directores de las películas proyectadas.
Nombres de mujeres resonaron en torno a los pocos largometrajes locales estrenados (Judith Battaglia y María Langhi, por su documental sobre Nora Lagos; Verónica Rossi por La casa de los tíos; Romina Tamburello por Vera y el placer de los otros, codirigido con Federico Actis y premiado en el Festival de Mar del Plata). Tampoco fueron muchas las novedades relacionadas con escritos sobre cine, más allá del regreso digital de la revista El Eclipse y de un libro de María Iribarren sobre realizadoras argentinas para la perseverante colección Estación Cine, de Editorial Ciudad Gótica. Dicho esto sin desestimar lo nuevo que asoma al internarse en los análisis, más o menos informales, que cinéfilos jóvenes despliegan en Letterboxd, podcasts y espacios de streaming o You-Tube.
Llegamos a cumplir cuarenta años eligiendo a nuestros representantes y el cine, precisamente, fue parte de las formalidades elegidas para celebrar el acontecimiento en nuestra ciudad: en el Monumento Nacional a la Bandera se exhibió Argentina, 1985 (2022), la película dirigida por Santiago Mitre sobre el Juicio a las Juntas que los referentes de LLA objetan.
Hubiera sido interesante ver qué efectos despertaba proyectar El juicio (2022, realizada por Ulises de la Orden exclusivamente con material de archivo, estrenada en varias partes de nuestro país pero no en Rosario) o incluso La República perdida (1983, el documental de Miguel Pérez con producción del dirigente radical Enrique Vanoli, que comentaba la historia argentina yendo del golpe militar de 1930 hasta el de 1976). Pero la primera dura tres horas y no tiene a Ricardo Darín como atracción, y la otra –que llevó a un millón de espectadores a los cines en aquellas semanas previas al triunfo de Alfonsín– resuena como algo lejano y conocido. No solo en términos estéticos: comienza con menciones a la “oligarquía” y a la resistencia de las compañías extranjeras al querer promulgarse la ley de nacionalización del petróleo un siglo atrás, por considerarlo un “atentado contra la libre empresa”. Más de uno podría decir “Esa película ya la vi”. Este persuasivo largometraje documental hoy parece extraño, como una ficción en la que los buenos y los malos son otros, y donde las movilizaciones populares representan inequívocamente la democracia.
Si el sueño de los argentinos era votar con continuidad, sin golpes militares que interfirieran, hay que decir que se ha cumplido; mientras tanto, habrá que reflexionar sobre cómo llegamos a estos cuarenta años de estabilidad democrática con los partidos políticos históricos tan golpeados y con un gobierno que –ya que hablamos de cine– aplaudiría una película llamada Argentina, 1895.