Por Andrés Maguna
Su trágico destino estuvo marcado
por la cuna en que nació
y la familia que conformó
como hija única del matrimonio De Mayo.
Su madre, Izquierda Federal,
y su padre, Derecha Porteña De Mayo,
se habían conocido durante la Primera Invasión Inglesa.
Derecha era uno de los jóvenes líderes militares criollos
que pelearon en la Reconquista de Buenos Aires
e Izquierda militaba en uno de los grupos independentistas
que con fervor alentaban una idea de territorio propio,
nacional,
con justicia, equidad y autogobierno.
A Derecha una bala inglesa lo había herido en el hombro
e Izquierda era una de las enfermeras que lo atendieron,
y al año siguiente, en la Defensa ante la Segunda Invasión,
pelearon codo a codo y se enamoraron.
Durante los primeros tres años de convivencia
los De Mayo, pareja de neto corte pasional,
se la pasaron discutiendo por cuestiones de ideología,
y a resultas de las idas y venidas,
las avenencias y las desavenencias,
al calor del colonialismo que se quemaba,
Izquierda quedó embarazada de Revolución,
que finalmente nació el 25 de mayo de 1810,
mientras en la ciudad que se pensaba país
la gente del bando de Derecha
y los del bando de Izquierda,
unidos pero en permanente debate,
obtenían la renuncia del virrey Cisneros
y armaban una primera juntada de gobierno.
Revolución de Mayo, nacida en el mes de mayo,
hija de Izquierda y de Derecha,
tuvo una breve pero intensa vida,
muriendo a consecuencia de traumas afectivos
a los 18 años,
el 13 de diciembre de 1828,
el mismo día en que fusilaban a Dorrego en Navarro.
Más allá de las continuas peleas entre sus padres,
Revolución tuvo una primera infancia bastante feliz,
pero a los 11 años, cuando entraba a la adolescencia,
sus papás se divorciaron de manera brutal
e iniciaron una guerra por la tenencia de la niña,
en un largo conflicto de intereses egoístas
que la tenían a ella como botín simbólico
de lo que estaba en disputa.
De carácter rebelde y contestatario,
durante los momentos más difíciles de la batalla entre sus padres
la joven fue asilada por una tía abuela materna,
llamada Agustina López de Osornio,
en la casa de la calle Santa Lucía
que habitaba con sus cinco hijos,
el mayor de los cuales,
Juan Manuel,
forjó una linda amistad con su atribulada prima.
Pero ni siquiera los apacibles días que hubo
en aquel refugio familiar
pudieron alejarla de la tumultuosa
y encarnizada lucha entre los dos mundos,
el materno y el paterno,
y todo lo que representaban y ofrecían y exigían.
Lucha de la que no podía ni quería
ser víctima ni mera espectadora.
Y el desgaste por la fricción
entre el amor-odio a su padre,
el amor-odio a su madre
y el amor-odio por ambos,
terminó por sumirla en una inanición
producto de la falta de entendimiento,
de reconocimientos mutuos,
de pedidos de perdón recíprocos,
de indulgencias y tolerancias,
de compasiones y solidaridades necesarias.
Por esa falta de alimento amoroso,
por ese ahogo existencial,
su llama se apagó.
Sí, esa piba llamada Revolución murió joven,
pero dejó una huella en la arena
que permanece en el recuerdo
del viento que la borró.