Por Julio Cano
Lo que sigue (y hasta donde señalemos) es una reescritura personal del inicio del texto de Mario Sambarino, publicado en 1959, Investigaciones sobre la estructura aporético–dialéctica de la eticidad, un trabajo que ha sido, a lo largo de nuestro desarrollo intelectual, una fuente permanente de inspiración. Hemos reescrito solo las dos o tres primeras páginas. Lo resignificamos a nuestra altura y a nuestro presente:
Forma parte de la vida cotidiana considerar los comportamientos como hechos que contienen estimaciones; es decir, el ejercicio de reconocer todo un universo normativo que regula el comportamiento a través de actos de aprobación o reprobación. Es así que predilecciones y aversiones, admiraciones y menosprecios, mandamientos y tolerancias, autorizaciones y prohibiciones se imponen a nuestra subjetividad con la fuerza de hechos que ésta no puede desconocer (sin perjuicio de una toma de posición con respecto a los mismos).
Aunque su vigencia no tenga siempre la misma contundencia, aunque su importancia sea muy variable, aunque admitan interpretaciones diferentes, constituyen hechos que están ahí.
Sobre todo es importante un grupo especial de convicciones y creencias acerca de cómo debe ser la vida humana, el cual suelen designarse como “orden moral”.
Tal orden es vivido en lo que habitualmente llamamos “conciencia moral cotidiana”, y si pedimos que esta haga ostensible su contenido específico, se verá que se muestra a sí misma integrada fundamentalmente por una suma de preceptos (que asume como determinados y coherentes entre sí) de limites un poco inciertos pero de núcleo claro, que instruyen y mandan sobre lo bueno y lo malo, sobre lo que se debe y sobre lo que no se debe hacer.
Esos preceptos se expresan en fórmulas normativas de carácter imperativo.
Su vigencia regula aspectos definidos de la actividad humana, como ser la relación familiar, la relación con el prójimo, la relación de la subjetividad consigo misma.
Su acatamiento, entonces, es obligatorio y ese tono prohibitivo exige una sanción para el caso de que su voz sea desatendida.
Pero, asimismo, su transgresión se asume como probable y posible en los hechos cada vez que ellos entran en oposición con los impulsos del sujeto moral, impulsos de orden inconsciente las más de las veces.
De modo que la conciencia moral cotidiana procesa una continua interpretación de los hechos que experimenta y también sobre los que participa u observa en la vida en sociedad. Experimentar e interpretar son simultáneos en ella y no se encuentran subordinados a la racionalidad, lo que supone un desmentido de la tesis socrática para la cual hay una identidad entre la bondad y el saber y entre la maldad y la ignorancia.
La conciencia moral cotidiana muy raramente advierte la competencia entre normas rivales igualmente rectoras que, a la vez y con apremio similar, solicitan a la subjetividad hacia direcciones éticas incompatibles. Si en ocasiones se da cuenta del problema, esa apercepción no sobrepasa el estado de extrañeza, prontamente olvidado.
Ella es capaz, pues, de llegar a saber que se dan normas que chocan y se oponen entre sí y, especialmente, se oponen a las normas vigentes, pero la indiferencia aunada a la prudencia o la sorpresa serán los únicos caminos de respuesta.
Lo extraño que pueda emerger en la experiencia moral no la conmueve, habitualmente, al grado de conmocionarla o, más todavía, de provocarle una situación traumática. Con lo que debemos señalar la existencia de una ceguera que acompaña a la cotidianeidad ética (un velo de maya espeso y opaco) que la lleva a no reparar en su constante escisión entre planos heterogéneos, gobernados por sistemas interpretativos antagónicos.
Hay que admitir, pues, una indeterminación ética en la experiencia moral cotidiana.
Como corolario debemos anotar lo siguiente:
a) Los valores éticos de la conciencia cotidiana son vacíos, en tanto que, permaneciendo indeterminado su contenido, carecen de un determinado sentido porque un valor sólo es en verdad tal o cual cuando exhibe un contenido determinado que manifieste su ser.
b) En el modo de sentir e interpretar que es constitutivo de la conciencia moral cotidiana, al ser indefinido su contenido por ser indeterminado su fundamento, sucede que las normas son siempre buenas por ser vacías.
La indeterminación del fundamento de los elementos constitutivos de la conciencia moral cotidiana lleva a normas vacías aunque vigentes. Esto establece una diferencia entre vigencia y validez.
(Hasta aquí nuestra reescritura del texto de Sambarino que, como se puede inferir, ha recibido una cantidad apreciable de interpolaciones que corren por nuestra cuenta).
La diferencia entre vigencia y validez constituye un elemento central de lo que se conoce como “sentido común”. En efecto, el sentido común lo es –común a una entera sociedad– por constituir un repertorio de aseveraciones de lo vigente en un contexto social que se caracteriza por tornar invisible la validez ética de las normas actuantes, máxime cuando algunas de estas pueden suponer un choque frontal con lo éticamente admitido si se torna visible su fundamento. Es decir que el sentido común, examinado de cerca, se halla lejos de la unanimidad que se le atribuye: varía tanto como varían los posicionamientos que debe ir tomando el sujeto a lo largo de su experiencia cotidiana. Lo que sucede es que se acuerda un pacto implícito entre todos los actuantes en el plano moral para manejarse con esquemas que sean comunes, por forzado que sea el resultado. El sentido común existe al borde del caos, en una frontera inestable.
Pues bien: uno de los esquemas más arraigados en nuestros comportamientos y en nuestra visión del mundo es el referido a los roles que cumplen ambos géneros, el femenino y el masculino. Y como estamos constatando los rápidos cambios que se están procesando respecto a los mismos (algunos resultan ser verdaderas revoluciones puntuales) y como, en fin, queremos reflexionar sobre el feminismo, he aquí que hemos trabajado el presente texto de la forma en que lo hemos hecho.
Feminismos y patriarcado
No es correcto hablar en singular (el feminismo) ya que se trata de un conjunto de manifestaciones que responden a una serie compleja de problemas. Utilizaremos entonces el plural, los feminismos, para referirnos a esta marca inequívoca de nuestro tiempo. Una señal que atraviesa horizontalmente clases sociales, culturas y regímenes políticos y religiosos. Los feminismos constituyen un fenómeno complejo muy difícil de ser analizado y mucho más cuando se lo contrapone al llamado sentido común. Trataremos de hacerlo, y para ello comenzaremos por indagar un poco más en eso que se conoce como sentido común.
Nuestro sentido común no procede directamente de nuestra experiencia. No es arbitrario ni accidental. Nuestra visión del mundo se ha formado durante siglos de tradición intelectual, tan inmersa en nuestras instituciones educativas y sociales que a veces es difícil percibirla o apreciar sus efectos.
(Winter, D. “Ecological Psychology”,1996. Citado por Boff-Hathaway, “El Tao de la liberación” p.189).
Según esto, nuestro sentido común (o, como dice la cita, nuestra visión del mundo) es el resultado de siglos de tradición intelectual inmersa en la sociedad de una manera tan profunda que es casi imposible desentrañarla, formando con ésta una urdimbre densa. Pero no es una derivada de nuestro sustrato biológico, sino que es una elaboración intelectual (como lo son, por ejemplo, los usos y costumbres) y posee una historia concreta. Es decir, no es estática sino dinámica y puede desaparecer y/o transformarse tanto como lo haga su cultura.
Bueno, una de las ideas que sustenta esta tradición en múltiples culturas (entre las que se encuentra nuestra cultura rioplatense) es el patriarcado.
Para el patriarcado la sociedad se basa en la autoridad masculina, es ella la que otorga criterios de comportamientos apoyándose en un dualismo estricto (masculino/femenino) que posee valoraciones especificas: el enfrentamiento como modo común de la relación humana (incluyendo la guerra); la competencia, las jerarquías no horizontales, la autoridad, la procreación, el crecimiento, la apropiación ilimitada de los recursos naturales y la justificación racional del control y de la dominación de los otros a través de la apropiación de la verdad.
Todas estas valoraciones son equiparadas en nuestra sociedad al sentido común (referido a la dualidad varón/mujer) desvinculándolas de su historia y de su relatividad.
Para estudiar al patriarcado intentando criticarlo en sus raíces, deberemos avanzar con cierto rigor conceptual a efectos de esclarecer (hasta donde nos sea posible) su contraparte, es decir, los feminismos. Esa es la propuesta de dialogo con ustedes, lectores.