Borges, en su Milonga para los orientales, quería cantar: «El sabor de lo oriental / con estas palabras pinto; / es el sabor de lo que es / igual y un poco distinto (…) Milonga para que el tiempo / vaya borrando fronteras; / por algo tienen los mismos / colores las dos banderas.» Más allá de la métrica casi perfecta del viejo Viejo, cualquiera sabe que el Tiempo, por sí solo, no borra las fronteras. En cambio el hombre que viaja e imagina, o imagina que viaja, sí tiene esa posibilidad. Es el caso, creemos, de Haroldo Conti, quien alguna vez dijo que para él la escritura funcionaba como una sustitución de la aventura. Conti conoció el departamento de Rocha, Uruguay, gracias a un naufragio, y desde entonces visitó esa tierra y a las personas que allí vivían. En 1975, cuando escribió el cuento que a continuación transcribimos desde sus Cuentos completos, Uruguay hacía dos años que estaba gobernada por la dictadura militar que duró hasta 1985. Probablemente imposibilitado de viajar, de entregarse una vez más a la aventura, imaginó este viaje por el espacio y el tiempo, borrando las fronteras, una vez más.
Tristezas de la otra banda
Un cuento de Haroldo Conti
(A Mario Benedetti y Eduardo Galeano)
«Ahora todo es diferente»
Sucede más o menos así. La ONDA hiende la noche suavemente y yo avanzo sobre la ruta 9 en un hueco de sombras detrás de los chorros amarillos que van extrayendo la franja de cemento de la prieta oscuridad que más adelante nos cierra invariablemente el paso a la misma distancia. Hace media hora pasamos San Carlos donde, un poco antes del puente, a la salida, vive y pinta el Lucho para el invierno, que es este tiempo.
Él no sabe que le pasé tan cerca, apenas una pared y unas sombras de por medio, y tal vez en ese mismo momento me imaginaba a cuatrocientos kilómetros de oscuridad en línea recta hacia el oeste, que es de donde vengo, de donde partí en la mañana para otro ensayo de ese viaje que alguna vez emprenderé sin regreso.
Ahora la ONDA es un resplandor anaranjado y un zumbido en el corazón de la espesa noche en dirección a Rocha que, dentro de un rato, aparecerá a la izquierda, un relumbrón blanco en mitad de las tinieblas. De alguna manera presiento, a través de los campos y las lomas cubiertas de rocío, la proximidad de sus polvorientas paredes, la confitería Trocadero, la vieja, con el gallito de lata en lo alto, en la que alguna vez tocó el piano Felisberto Hernández y doña Paulina Terreno planeaba muy buenos casamientos, a Tono Rodríguez en lo alto de la loma, después del tanque de OSE, entre fierros viejos y extravagantes cachivaches, detrás de una calle de quilombos y farolitos rojos que en esta misma noche se agitan a un costado de la puerta, a Barboni Soba que envejece de dómine recordando alguna vieja película de Victor Fleming o Marcel Carné, a Heber Cardoso que en realidad a estas horas está pateando Buenos Aires o Quito del Ecuador pero que para mí está en permanencia aquí adelante, un poco a la izquierda, detrás de la curva esa que repasan los faroles, en la muy digna ciudad de Rocha, blanca y conserva hasta los huesos, la mitad de cuyos mis amigos pasaron a probarse su capucha por el cuartel de las gloriosas Fuerzas Conjuntas, camino del Chuy, por si acaso, por pensar nada más, por ser y consistir, por compartir el aire y el pan de sorgo con los que agachan el lomo y sueñan aún con el Wilson Ferreyra Aldunate y el Carlos Julio Pereyra. Pero no, todavía no llegué a esa noche, estoy varios inviernos más aquí, cuando el viejo Gestido gobernaba esta noche de mi memoria. Y de pronto, de acuerdo a lo previsto, ahí está, en mitad de la ventanilla, el resplandor de las luces de mercurio que blanquean el cielo en una curva leve, fantasmal capotito, y el corazón se me acelera, Rocha, casi finales, última posta antes del mar.
El ómnibus se configura, blanco y atropellado, porque entramos en la luz, con el lomo de la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios que se recorta contra el resplandor, al fondo, a la izquierda, en tanto las sombras se brotan de tapiales y rejas y calles estrechas que remontan brevemente la oscuridad. Gente y bultos y otro café en la terminal, en el Trocadero nuevo, y Barboni Soba que surge de alguna parte en aquella luz pasajera, me tiende la mano y dice algo que no alcanzo a oír para que así lo recuerde siempre tratando de descifrar lo que pudo decirme en ese lugar de pasaje, yo transitorio, con la ciudad de Rocha sentida en la piel y que en verdad no es más que esa luz amarilla, esas pocas e incompletas paredes, toda esa gente de paso y Barboni Soba para siempre allí, señalero del mar, con credenciales ante mí de aquella ciudad dormida que jamás cambiará un ladrillo.
La ONDA recula, agito una mano y Rocha se esfuma hacia atrás, se borra, aunque yo siempre la imaginaré adelante, a la izquierda, esté donde esté, con Barboni Soba diciendo esa indescifrable cosa en la terminal, posiblemente preguntando por algún amigo o anunciándome su próximo viaje a Buenos Aires, sólo que yo ya conozco su futura soledad, su obstinada querencia y le atribuyo alguna grandeza, posiblemente una revelación. La ONDA se oscurece, volvemos a la noche los pocos que siguen a La Paloma, una noche colmada de visiones y presentimientos porque mientras el ómnibus se desliza sobre el trozo de cemento que iluminan los faros yo imagino y hasta veo la vía del ferrocarril que nos escolta por un lado, las lomas tan suaves que ondean en dirección a la laguna, apenas entrevista en la neblinosa mañana, un trazo más azul debajo del azul removido del mar, a la derecha, para mí en lo alto de la ventanilla, sobre mi cabeza que la anticipa.
La ONDA se zambulle en un bajón y en la movediza claridad que colorea los bordes del camino saltan y se evaporan las sombras humosas de los árboles que preceden al puente sobre el arroyo Las Conchas. Y entonces, algo más allá, agazapado y tenso, veo el alado resplandor del faro de La Paloma que sobrevuela como una guadaña de hoja amarilla las copas de los árboles del parque Andresito. Después, aunque invisibles, siento el rumoroso cobijo de los pinos y entreabro la ventanilla y con el áspero olor del mar penetra el agrio perfume de la pinocha y yo me revisto pez, barca, el viejo peregrino de la costa que navega las profundas tierras para desembarcar en el mar. Los últimos árboles se incorporan velozmente sobre las luces del pueblo. El ómnibus, aminorando la marcha, resbala sobre la avenida Cruz del Sur, bien iluminada y silenciosa, entre casas clausuradas y a oscuras. Sólo hay una luz en el hotel Viola.
Me apeo en la terminal, en otra noche, y el ruido del mar me envuelve como si echara pie en la cubierta de un barco. Saludo al conductor, me calzo el bolso marinero en un hombro y sobre el ruido de mis pasos camino hacia el faro para mi primera ceremonia de recién venido.
El faro repasa la oscuridad con un chorro blanco, firme, perfectamente recortado, cada sesenta segundos, que ahueca la noche y cuando se aleja volando deja como una fosforescencia en el aire salado. Aquí la noche es alta y rumorosa. El mar escarba la arena y revienta contra las piedras, infatigable, y uno se mueve permanentemente en el centro mismo de ese mágico batifondo.
Las luces del puerto blanquean el aire a la izquierda, al fondo de la bahía surcada por unos brillos largos que se arrugan a un mismo tiempo, con el puntito rojo de la farola del muelle en mitad de la oscuridad que oculta a la escollera. El hotel Santa María está en sombras. Es un tremendo bulto con los penachos blancuzcos de las columnas por delante y parece mentira que en verano botase tanta luz y se moviese entre esas columnas tanta gente. Pero es así. El tiempo es así. Junta las cosas más distantes y separa las más próximas.
Yo estaba esta mañana en el puerto de Buenos Aires imaginando todo esto en la mañana ruidosa, dando adrede la espalda a la ciudad, mi ciudad con mi historia, esperando con impaciencia el momento de que se alejara y se empequeñeciera y al final, antes de hundirse en el río, donde está mi camino, me diese un poquito de tristeza, de lástima, ese Buenos Aires que no la tiene de nadie, ciudad de alma penosa.
Me detengo en la noche marina frente al hotel Santa María, que es un fantasmón de invierno y a propósito del cual pienso todo esto que pienso, y enciendo un cigarrillo en el hueco de mi mano. Mi mano se colorea temblorosamente, la recobro de las sombras y pienso es mi mano y siento por ella casi la misma lástima que sentí por Buenos Aires antes de hundirse en el río, aunque no tiene ningún sentido porque mi mano está amarrada al resto de mi cuerpo, que es el que contiene esa tristeza, y ella misma, que ahora sostiene un La Paz suave, escribirá esto que pienso, pero es que no sé si mi tristeza llega hasta mi mano, que la siento un poco extraña, ella anda por ahí en esas sombras, tan segura, haciendo cosas de memoria, mi mano.
Mi cuerpo se agranda con el redoble de mis pasos en el pueblo vacío. Por debajo del cemento percibo la tosca pelada, el negro lomo del Cabo de Santa María chorreando agua e historias y enseguida, en el rectángulo de luz de un farol que se bambolea, descubro una parte al vivo del cabo, el baldío donde juegan los chicos y pasta algún caballo en sus bordes, entre las últimas casas y el mar, allá abajo.
Entreveo en la niebla la silueta del faro que, contra la fosforescencia del mar y por la luz que gira en las alturas, se desvanece a pesar de su corpulencia. Yo lo conocí de civil, no militarizado como ahora, faro coronel o almirante, con una quintita a un costado y podía treparlo a cualquier hora del día, sin homenajes ni horarios, como si fuese mi propia casa, lo cual es un modo de decir porque mi casa son los pedazos sueltos de muchas casas que no me pertenecen, y en esa casa rejuntada hay un sobresaliente lugar para este faro. Sobre la claridad de las olas que rompen contra las piedras donde encallé en el 67 con un queche peregrino y así conocí el Cabo, de facto, alcanzo a ver al ángel enlutado que llora desde 1872 por voluntad de los hermanos Pini que lo mandaron erigir en memoria de las víctimas de la catástrofe del 17 de mayo de ese año cuando se vino en banda un faro mal parido que se intentó dos años antes que este, que data de 1874 y se construyó bien aplomado, orondo y corpachón como para aguantar todos los vientos, embrujos y temporales de este cuarterón. Antes de ser faro milico, lo trepaba de llegada y desde el balcón de la torre, con el montaje acristalado de la cúpula parándome el viento a mis espaldas, saludaba a los buenos mundos que se veían desde allí. La isla de la Tuna, la bahía, el puerto de pescadores y, entre las barracas que huelen a bacalao, el boliche del Lucho con las dos sirenas tetonas que sostienen el techo de la galería, Costa Azul, el casco incrustado de mejillones del Suderoi IV, bien hundido a la altura del bajo Falkland. La Pedrera con la torre de Renata y hasta a la misma Renata transitando arenas, gritando al viento de manifiesto, izando un barrilete negro con la forma de una estrella de cinco puntas para amargarle la vida a la marinería del apostadero y al suprefecto, que se hacían los pachecatos y se prometían rebuscadas venganzas para la presidencia de Bordaberry, la Renata en Blue que al fin se encaminó también para la foránea.
Ahora, en esta noche, veo tan sólo la torre del faro oscurecida, liviana, sustancia de aparición, la luz que guadaña las tinieblas, la cúpula encendida como una nave del negro espacio y, a través de los cristales empañados por la niebla salada, la linterna de destellos que gira suavemente y parece tantas cosas con las que la comparé mientras la espiaba otras noches desde mis sombras en la tierra: un pájaro de plumas encendidas que se remueve lentamente en el nido, más cerca un racimo de uvas de cristal que gotea un espeso líquido luminoso, siempre algo animado, indestructible, risueño, cálido cuando yo sé muy bien que es una especie de canasto de gruesos cristales que gira minuciosamente alrededor de una lámpara de 100 de la que, por un trecho de mar bravío, penden las vidas de los invisibles marinos que remontan esa oscuridad tendida sobre el rumor de las olas que baten el peñón del cabo. «Buenas noches, faro miliquito», saludo y luego camino un trecho sobre la arena gruesa, las conchas trituradas de mejillones, las hilachas podridas de algas marinas y, embuste de pescador, imagino manadas de pargos blancos encallando entre las afiladas restingas que parten las espumas. Podría fijarme aquí, en esta noche, no pasar a otros tiempos ni proseguir mi propia historia donde en otra noche, prisionero nuevamente de Buenos Aires, recordaré a esta otra. ¿Podría? Dulce farito del Cabo de Santa María, obelisco suplente, ¡cuántas historias alumbrarás todavía cuando yo sólo persista en estas líneas!
Vuelvo a patear las calles vacías y dando un rodeo paso, en este orden, por frente a la casa de doña Miquina, que debe andar por el centenario, según ella gracias al vasito de agua de mar que bebe todas las mañanas y que yo he bebido también con el estruendoso resultado de una cursiadera que casi me mata antes de los cuarenta, frente a la casa de los Legido, trotadores de gigantescas distancias, mis amigos queridos, el Juanea y la Poppy que un día de soles me acompañó hasta el Cabo Polonio con un traje largo y un bolso de petit point nada más que para constatar la frase y firma que estampó su padre cuando gobernaba aquel otro faro montado sobre recias piedras con luz blanca a destello cada doce segundos y radiofaro circular con un alcance de trescientas ochenta millas, alumbrando memorables catástrofes y las fantasmales islas de Torres que, en la distancia, simulan una verdadera ciudad.
El Juanea con su penachuda cabeza bataraza escribe a los redobles de su máquina seguramente La máquina de gorjear en un recuadro de luz que entibia las paredes y que vierte sobre su cabeza la hermosa lámpara de contrapeso con la pantalla de opalina que se salvó de los tantos estragos que acometieron entre él y la Poppy. De repente suelta la máquina y abre la puerta y en el tibio tajo de luz que alumbra un trozo de la galería donde charlamos tantas veces de libros y melancolías lanza una especie de grito de guerra en alemán. Vuelve a la carrera a la máquina y sigue redoblando.
La Poppy habla interminablemente a la pared del hogar, que está encendido con una hinchada fogata que le arrebata el rostro. A ratos trepa a la mesa y baila suavemente como la Pavlova o la Ulánova pero el Juanea sigue dándole a la máquina gorjeadora, inalterable, mientras el Budinetto le ladra al faro, a falta de luna. Es todo armoniosamente caótico. Y yo me alegro de verlos, abismados en sus mundos, tan semejantes, los amo otro poco. La verdad es que la casa está a oscuras aunque distingo a un lado un asqueroso letrero de venta. Pero tampoco esto pertenece a esta noche porque todavía no me tropezaré con sus caras espantadas en Florida, lejos de este lugar que los tres amamos por igual. De manera que elijo su noche y Juanea sigue tecleando y la Poppy tan bailanta de sueños. Y el Budinetto cantalandro muy de partitura. El casi mastín Budinetto que yo mismo ayudé a enterrar en el jardín del fondo en el verano del 72.
Y ahora repaso frente a la oscura casilla de Pose, con la torre rosada a un lado y el tiburón veleta que gira en lo alto acomodándose al viento. Allí en ese hueco renegrido está la parrilla donde asaremos el tremendo lenguado de doce kilos que sellará la despedida. Chocamos los vasos por encima de la mesa, bajo los brillantes transparentes, sin sospechar que ese es el último gesto que compartiremos por mucho tiempo. Pero todavía no han llegado esos adioses y Adolfo Pose duerme en lo alto de su torre, debajo de la veleta, esperando que El puerto de la luz amarre al muelle con su carga de tiburones sarda y pinta sin sospechar lo que trama el tiempo, lo que yo ya sé de este otro lado de los adioses.
Sigo de proa hacia el fondo de la calle que termina en el mar, pasando frente al hotel Trocadero y el bar de Feola, en sombras. Todo eso revivirá en el verano, en un verano sin nosotros, el próximo verano de las Conjuntas con el faro milico y sombrillas de colores con el mango de fusiles. ¡Adiós torrero dormilón! ¡Hermano!
Y llego, voy llegando, ahora mismo llego hasta el mismito mar en la hermosa y nocturna bahía de La Paloma con su cerco de espumas a un lado y otro de la isla de la Tuna y detrás el bajo Speedwell, muy adentro en la noche y el mar. Una lisa salta del agua y brilla igual que un colgante de plata como para afirmar que nada cambia. Para mí es siempre la misma lisa y creo que son mis pasos los que la hacen saltar. ¡Salta, salta jubiloso pececito de la playa para anunciar mi llegada!
Bajo a la playa y camino sobre la arena mojada, cruzada por grandes manchas oscuras, en dirección a una luz que alumbra hasta el agua. Es la luz de la ventana de esa casa barco, Las Marianas, de mi amigo el capitán Alfonso Domínguez, alias Cojones, una luz que no se apaga nunca, ni en esta noche ni en cualquier otra de mi memoria. Ella perdurará como la luz del faro y es a partir de ahí que yo recupero y aun revivo a todos mis amigos. En dirección a esta luz salí yo esta mañana del puerto de Buenos Aires y ahora, catorce horas después, por fin doy con ella. Subo en puntas de pie, aunque el mar apaga mis pasos, por los seis escalones de cemento que a menudo cubren las olas, que hasta llegan a golpear en la propia puerta, y, oculto bajo la sombra que proyecta el ángel de madera que preside la casa, el ángel con cabeza de latón y ojos de caracoles y cola de pez, espío hacia el interior del cuarto por la ventana que enmarca el mar y que, desde adentro, parece la ventana de una timonera.
El hogar está encendido, como siempre en este tiempo. El capitán Alonso Domínguez con una maza de madera y una gubia está tallando un mascarón de proa, otro ángel pero con el pelo de madera, pintado con cobre de fondo, porque él lo va coloreando a medida que se nace. El ángel va remontando lentamente desde la madera, despojándose de las astillas que aprietan sus formas, con cara de varón y cuerpo de hembra. Y dos alas con plumas pintadas de purpurina que irán atornilladas a su cuerpo pero que ahora reposan cerca del fuego. El capitán tiene el pelo blanco y las espaldas encorvadas y una chamarra mejicana de encarnados dibujos.
Sus manos blancas y pecosientas se mueven alrededor del ángel, convocándolo a estos días. Los ojos del capitán son tan dulces y tristes como siempre. En eso no ha cambiado. Cerca, sobre la mesa junto a la ventana, hay un cachamto de lata con vino tinto y la flauta de metal que toca el capitán cuando le pesa mucho la soledad, porque la Renata se ha marchado a su torre y él espera, espera a la que no vendrá y va hasta la ONDA una vez al día porque hoy viene mi Renata de aquí o de allá por tareas que inventa el capitán. No, no vendrá. ¿Acaso ya no lo sabes, capitán? ¿Lo sé yo y no lo sabes tú que eres capaz de inventar un ángel con pelos de cobre y mirada de caracoles?
Un paquete corta con sus luces temblorosas la oscuridad sobre las blancas espumas que se agitan como rotos trapos detrás de la isla. El capitán Alfonso Domínguez deja la gubia y el martillo sobre la mesa y arrima la cabeza al vidrio. Siempre mira a los barcos que pasan por el horizonte. Calcula el porte, la velocidad, la derrota, el posible puerto de arribada. Calcula quizá su propio destino, siente ese viejo llamado del mar al que ha trampeado hasta ahora con ángeles de madera. Sus ojos claros, cegatones, están contra el vidrio, como si me mirasen. Él no sabe que yo estoy apenas a un metro de su cabeza. El no sabe que dentro de un rato abriré la puerta y nos confundiremos en un abrazo y beberemos juntos el resto de la noche en los jarritos de lata. Él no sabe que ese ángel que está naciendo colgará para siempre de una pared de mis casas y que dondequiera que yo vaya iré con él, abriendo camino. Él no sabe que en el paredón, afuera, hay un letrero de alquitrán que escribió una mano nocturna y dice: «Fuera tupas ratas. Adelante FF CC». Él no sabe eso, ni tantas cosas que vendrán con la patria a oscuras.
Tampoco sabe el siempre capitán que morirá lejos de aquí, en Panamá, el 13 de septiembre de 1972. ¿Por qué mierda lo habré recordado antes de abrir esta puerta? Quizá hubiera podido saltear ese día y esta noche no iría a terminar nunca.
1975, Año de la Orientalidad