Nueva entrega de este ensayo que se pregunta por el lugar de los lectores: Las meninas de Velázquez, Las meditaciones metafísicas de Descartes y los tres (o cuatro) filósofos de la sospecha.
por julio cano
Hacia 1656 Velázquez completó Las meninas, una de sus obras más célebres y de las más estudiadas y admiradas entre las suyas.
Nuestros jóvenes amigos filósofos se dedican a contemplarla morosamente y a relacionarla con lo que una profesora les ha dicho, a saber: que el verdadero personaje de la obra no está presente, pese a que su título alude a las acompañantes de la infanta Margarita de Austria (que ocupa ostensiblemente el centro del cuadro) y a que se supone, por varios datos perceptibles, que Velázquez está dedicado a retratar al monarca español Felipe IV y su esposa Mariana de Austria.
Si se trata de lo último, que los monarcas están siendo representados en la tela, entonces el centro neurálgico de la misma está colocado fuera del lienzo, en el sitio que casi seguramente ocupará el visitante de la obra en una sala del Museo del Prado al momento de enfrentarla.
Esta opción del pintor es una de las posibles a la hora de interpretar esta pintura y con ello es dable ubicar a Velázquez en la misma línea que muchas manifestaciones actuales que escamotean el motivo central de lo que se muestra. La pregunta entonces resulta decisiva: ¿por qué se lo hace?
Cuando esta obra fue completada, hacía quince años que Descartes había publicado la primera edición de sus Meditaciones metafísicas, un hito decisivo en la constitución de la filosofía moderna. ¿Por qué relacionamos ambos eventos?
Nuestros jóvenes filósofos son invitados por su docente a establecer tal vinculación porque en esa relación se juega el núcleo central del pensamiento moderno:
En la obra de Descartes, en efecto, se especifica con mucha precisión el lugar del sujeto pensante como fundamento de lo que se puede conocer, tanto del mundo exterior como de sí mismo, es decir, del yo o, como se le menciona actualmente, de la subjetividad. Ese sujeto conoce de una manera clara y distinta, y su ubicación en el mundo es de una centralidad que hasta ese momento se otorgaba a Dios. El sujeto moderno conoce, y al conocer establece la verdad y la realidad de lo que percibe, tanto del mundo exterior como de sí mismo. Esa seguridad está dada por la certeza en los datos racionales, que emergen del propio sujeto.
Estas afirmaciones se constituyen en el fundamento de todo el pensamiento moderno y son la base, simultáneamente, de la ciencia moderna, cuyas ideas pudieron ser ratificadas por la experimentación a través de la obra de una serie de científicos más o menos contemporáneos de Descartes, entre los cuales sobresale Galileo Galilei (1564–1642).
En lo que refiere a Velázquez, lo que se desplaza del centro de la obra es precisamente el sujeto que le da sentido (mejor dicho, los sujetos, puesto que los retratados son los dos monarcas españoles). Esta presentación ya no es clara y distinta, sino todo lo contrario: los modelos no son perceptibles y, para mayor inquietud del visionado del cuadro, ambos se ven reflejados brumosamente en un espejo colocado en el fondo de la sala representada. Lo que debería ser el centro nítidamente percibido se difumina en una representación de la representación. Todavía más: el pintor está dedicado a representar a sus ilustres modelos pero no se sabe qué puede existir en esa enorme tela que contemplamos del revés. ¿Está dando las primeras pinceladas? ¿O por el contrario, se halla plasmando los últimos toques? No lo sabremos nunca.
Fíjense, nos dicen nuestros filósofos, que la realidad contiene en su centro mismo la ceguera producida por la virtualidad de lo no percibido ni percibible. Esta radical postura artística es mostrada en plena modernidad, es una forma de advertir (y de advertirnos) que los modos de la representación contienen misterios, maneras de velar la realidad que no son accidentales ni accesorios, sino que están en el centro mismo de la captación de lo real.
La docente interviene nuevamente y desea relacionar esta vez la obra con posiciones filosóficas de nuestra época:
Un pensador de nuestro tiempo, Paul Ricoeur, habla de tres filósofos que están en la base de nuestras concepciones actuales y a los que llama “los filósofos de la sospecha”: Nietzsche, Marx y Freud. Los tres plantean concepciones que desplazan a la conciencia racional del centro de la interpretación de la realidad.
Nietzsche es responsable de muy agudas reflexiones sobre nuestras bases valorativas, a las que achaca de estar fundamentadas en prejuicios de los que muy frecuentemente no somos conscientes. Los fundamentos de la moral no son sino resultados emergentes de pujas de poderes enquistados en nuestro subsuelo colectivo, dice, y lo desarrolla en obras de una lucidez tremenda, por ejemplo en La genealogía de la moral .
Marx, por su parte, fue quien reveló que las posiciones adoptadas por los filósofos para fundamentar sus certezas no son consecuencia de un libre juego de la racionalidad, sino de posiciones de clase, y que la sociedad es siempre resultado de la lucha de las clases sociales. Dichas posiciones son resultados muy complejos de racionalidades permeadas por esas posiciones, atravesadas, dice, por ideas de clase, aunque no se perciba cabalmente.
Y por último: Freud fue quien reveló que los procesos de comprensión de la realidad no son resultado del libre juego de conciencias racionales sino de una permanente emergencia de procesos inconscientes. Uno de nuestros amigos refiere una metáfora a propósito de esta posición freudiana: los procesos inconscientes no están en la periferia de la conciencia racional (en sus arrabales, digamos) sino en su mismo centro, lo que significa un radical cambio de punto de vista en la comprensión de la relación entre la razón y los procesos inconscientes.
Fíjense, agrega, que los tres mencionados filósofos de la sospecha refieren a procesos no conocidos por la racionalidad, inconscientes en un sentido fuerte de la palabra.
Entonces, dice una de nuestras jóvenes filósofas, es poco feliz esta designación de Ricoeur, puesto que no son pensadores que ponen en sospecha la centralidad de la racionalidad sino que, más bien, son filósofos de la ruptura con la posición central y privilegiada de lo racional como criterio de verdad para captar la realidad.
Una advertencia de la docente: que los filósofos mencionados critiquen el papel central de la racionalidad moderna (que es lo que hacen, en rigor) no significa que sean pensadores irracionalistas. De lo que se trata, en cada uno de ellos y de acuerdo a su contexto cultural e histórico, es de revelar las muy fuertes limitaciones que tiene la razón para manifestarse. La razón se encuentra vinculada en forma intrínseca con los procesos deseantes o libidinales, con los valores culturales y con las formas en que se expresan los juegos de poder.
Volviendo al cuadro de Velázquez, las interpretaciones que se pueden formular entre quien lo contemple y las propuestas del artista son casi infinitas, de modo que estas relaciones que elaboran nuestros filósofos son legítimas siempre que sean asumidas por quienes las formulen como reflexiones encuadradas en una ontología del presente.
Esto es: se tornan legítimas y, especialmente, fecundas, si adquieren sentido interpretativo en el hoy en que son diseñadas.
A los tres filósofos de la sospecha (o de la ruptura, como prefiere una de nuestras protagonistas) se agrega un cuarto pensador que ha avanzado en el terreno, desbrozado por aquellos y apoyándose en exhaustivos estudios históricos. La docente está aludiendo a Michel Foucault, un autor de enorme influencia actual y que merece una atención propia. Además ha aludido a Las meninas en un sentido semejante al que hemos manejado hoy. De manera que bien merece una charla específica más adelante.
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