Cuarta entrega del ensayo escrito con la intención de seguir las peripecias vitales e intelectuales de un hipotético lector de textos de filosofía como forma de profundizar en cómo se reelaboran o resignifican los textos para alcanzar la trama de una verdadera creación, una recreación del propio texto que dé la razón a la tradicional aseveración de que el filosofar está abierto a cualquiera.
por julio cano
Hasta ahora hemos seguido –esquemáticamente– los recorridos de un hipotético lector de textos de filosofía, ubicado en nuestra sociedad rioplatense y con características de intelectual no profesional, alguien preocupado por los problemas sociales y con amplitud de miras; esto es, alguien capaz de leer con cuidado las más diversas posturas teóricas sin estar urgido por tomar partido por alguna de ellas.
Hemos anotado que le interesan los problemas filosóficos situados en el presente, que lee sin apuros, que se demora en aquellos pasajes que le sugieren reflexiones nuevas y que asume el papel central de los procesos tanto en los asuntos humanos como en los de la realidad toda.
Leyendo a Foucault se encontró con la caracterización que éste hace de los acontecimientos y cómo los diferencia de los llamados «hechos históricos».
Y leyendo un texto de Kant (¿Qué es la Ilustración?) se sintió conmovido con la apelación fuerte que hace este filósofo a pensar genuinamente por sí mismo, a quitarse de encima los esquemas y malentendidos y, especialmente, los malos escritos filosóficos, para atreverse a ser creativo.
Asume entonces lo que significa problematizar en filosofía: no se trata solamente de comprender lo que se expresa en un texto, sino de resignificarlo, lo que es una apuesta radical. Esto supone dejar atrás al lector pasivo y volverlo un creador por sí mismo, ya que cada genuina problematización implica el surgimiento de un nuevo texto. Quien lee de este modo concluye por ser un autor genuino. Expresado con mayor precisión, lo que emerge de una lectura problematizadora es un conjunto de conceptos filosóficos que o no estaban explicitados en el texto original, o que se crean como resultado de paseos inferenciales. En un texto filosófico genuino existe siempre una gran cantidad de ideas implícitas que se dejan por parte del autor como tarea a cumplir por el lector. Se ha dicho que un texto siempre tiene una dosis de pereza, que le deja parte de la actividad al lector. Pero el lector puede asimismo encarar una investigación personal a partir de lo que sugiere lo que lee, puede hilvanar inferencias que no estaban presentes en el relato.
Estas búsquedas son lo que Umberto Eco ha llamado paseos inferenciales y que las traemos a colación ahora por la pertinencia que poseen. Dice Eco:
El bosque es una metáfora para el texto narrativo. Un bosque es, para usar una metáfora de Borges, un jardín cuyas sendas se bifurcan. Incluso cuando en un bosque no hay sendas abiertas, todos podemos trazar nuestro propio recorrido, decidiendo ir a la izquierda o a la derecha de un cierto árbol y proceder de este modo, haciendo una elección ante cada árbol que encontremos. En un texto narrativo, el lector se ve obligado a efectuar una elección en todo momento.
Hay dos formas de pasear por un bosque. La primera nos lleva a ensayar uno o muchos camino para salir lo antes posible; la segunda, a movernos para entender cómo está hecho el bosque, y porqué ciertas sendas son accesibles y otras no.
(Umberto Eco, «Seis paseos por los bosques narrativos», pp. 14 y 37).
Lo segundo es lo que está planteado en el trabajo intelectual de nuestro lector. Esos paseos no son otra cosa sino las propias sendas narrativas que va creando, aun cuando alguna de ellas termine bruscamente sin salida, las que Eco llama «sendas no accesibles».
Nuestro amigo llega a comprender en algún momento que la problematización no tiene final, que el bosque interpretativo no tiene límites y que cada solución abre más de una pregunta nueva. Es lo que llamaremos la presencia permanente de la incertidumbre. Reflexionemos que esta presencia no solo es propia de los textos de filosofía sino de la condición humana.
“Cuando un hombre ha leído y pensado mucho, sus maneras de no entender son infinitamente más profundas e inteligentes que sus maneras de entender. En realidad, son las únicas que miden la profundidad que ha alcanzado su pensamiento. Pero no pueden expresarse con palabras”.
(Carlos Vaz Ferreira, «Fermentario», p. 90)
Dejado nuestro lector ante este párrafo, lo relaciona con todo lo que ha pensado hasta ahora y asume que la tarea que le corresponde es ubicarse como sujeto capaz de problematizar, es decir, de pensar en profundidad y de compartir con otros las conclusiones provisorias a las que ha llegado.
Se atreve a acuñar un concepto: las conclusiones a las que puede arribar le van a ser útiles no solamente para su bagaje intelectual sino, asimismo, para su acción; le van a permitir adoptar una posición. La suya. Habla entonces de posicionamiento para referirse al lugar que decide ocupar en las contiendas con los otros y consigo mismo.
¿Supone esto alcanzar la madurez? Se puede responder afirmativamente siempre que se la entienda como un proceso, en equilibrio inestable, desafiada siempre por situaciones inesperadas.
Las herramientas filosóficas son muchas pero sólo adquieren sentido aquellas que son asimiladas a la existencia misma de quien las aprende. De nuestro lector esperaremos entonces que lo que ha leído y rumiado en el transcurso de su peripecia se haga parte suya, al grado de desaparecer conceptualmente, que es lo que Vaz Ferreira quiere decir cuando señala que ya no hay palabras para nombrar lo que no se entiende enquistado en lo que se ha entendido.